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EL ARTE DE NO Amargarse LA VIDA ( PDFDrive )
psicología (psicología)
Universidad Nacional Abierta y a Distancia
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Dedic ado a mi madre, M.ª del Valle, una mujer exc epc ional y mi primera maes tra de la felic idad.
PRIMERA PART E
LAS BASES
¡SE PUEDE APRENDER!
Mucha gente es escéptica respecto a la posibilidad de poder transformarse en personas fuertes y emocionalmente estables. En la consulta, a menudo me lo expresan así: «Pero si he sido así durante toda mi vida, ¿cómo me podría cambiar una terapia que sólo va a durar unos meses?». La verdad es que es lógico hacerse esta pregunta porque todos tenemos la impresión de que el carácter no se puede transformar. Mi abuelo, un tipo duro que había luchado en la guerra civil, solía decir con tono grave: «¡Si una persona no es madura a los 20 años, no lo será nunca!», y, en buena medida, tenía razón. Porque lo cierto es que no es habitual cambiar de forma radical, pero eso no significa que sea imposible. Hoy en día sabemos que, con la guía adecuada, no sólo es posible, sino que todos, hasta el más vulnerable, pueden conseguirlo: la psicología actual ha desarrollado métodos para ello. Y éste es, precisamente, uno de mis primeros objetivos: informar al lector de que cambiar, transformarse a uno mismo en una persona sana a nivel emocional, es posible. ¡Por supuesto que lo es! Tengo muchísimas pruebas que lo demuestran. Entre ellas, el cambio que han experimentado miles de personas yendo al psicólogo en todo el mundo. En realidad se trata de miles de pruebas, ya que cada uno de estos hombres y mujeres demuestra que es posible. Sin ir más lejos, en mi blog (rafaelsantandreu.wordpress), muchos de mis pacientes escriben sobre sí mismos y sus historias de superación. Yo veo a muchísimos pacientes todos los años, cientos, y puedo afirmar con rotundidad que el cambio es posible. Como el siguiente caso real: María Luisa acudía al teatro todas las noches para representar una comedia de mucho éxito en Madrid. En cuanto subía el telón, aparecía en escena con todo su esplendor y la gracia y elegancia que sólo los actores clásicos poseen. El final era siempre el esperado: casi diez minutos de aplausos ininterrumpidos por un trabajo genial. ¡Qué buena actriz, qué simpática, qué vital era María Luisa! Pero lo que el público no sabía es que, de vuelta a casa, esa misma noche, a María Luisa se le mudaba el ánimo para hundirse en un pozo de depresión e inseguridad. A sus 50 años, estaba en su peor momento personal, aunque por ninguna causa en particular. El problema, según le había dicho su psiquiatra, estaba en su mente. Tenía tendencia a la depresión y a la ansiedad. Y así llevaba demasiado tiempo, sin salir en todo el día de la cama salvo para cumplir con el trabajo que tanto amaba, pero que ya ni siquiera podía disfrutar. Ésta es la historia real de María Luisa Merlo, la gran actriz madrileña, según relata ella misma en su libro Cómo aprendí a s er feliz :
Desde los 44 años hasta los 50, fue el peor período de mi vida. Podía ir de la cama al teatro y del teatro a la cama y punto. Así día tras día. Tenía miedo a los problemas económicos (que en realidad no tenía), miedo a la soledad, miedo al «coco», miedo a todo. [...] En mi última depresión, era un ser encerrado total y absolutamente en mi propia mente. Cuando algo me preocupaba, una pequeña disputa, algo pequeño... le podía dar vueltas una y otra vez, y ese torbellino mental hacía que al final me explotaran los cables.
Merlo confiesa que nunca fue una persona equilibrada. Su niñez fue hermosa, pero en cuanto empezó su vida adulta, aparecieron los trastornos emocionales. Seguramente, tenía cierta tendencia a la depresión (lo que se llama depresión endógena), pero también un carácter, una visión del mundo, que la hacía vulnerable. En su caso, la cosa se complicó con el empleo de drogas recreativas y de fármacos autoprescritos: «En mi primera depresión, empezaron a recetarme hipnóticos y calmantes y empecé a aficionarme a las pastillas. Pastillas para dormir, pastillas para espabilarse, pastillas para todo. Había días que podía llegar a tomar diez o quince pastillas de cosas diferentes, porque yo tenía tendencia a ser adicta a cualquier cosa. También fui adicta al hachís y a la cocaína». En fin, a sus 50 años de edad, la entrañable actriz tenía un mal pronóstico. Su peculiar mente le hacía la vida muy complicada y el problema sólo hacía que aumentar con los años. Pero, en un momento dado, su historia dio un vuelco. Un reducto de esperanza y sus inagotables ganas de luchar por ella misma le hicieron ponerse en manos de terapeutas y guías para el cambio: «Y, pasito a pasito, salí de la depresión con ayuda de Dios y de mí misma porque el pozo en el que yo estaba metida era muy, muy fuerte —nos explica ella misma—. Ahora me siento mejor que nunca, sólo comparable a cuando era una niña feliz. Y me siento orgullosa del trabajo que he hecho conmigo misma. Haber salido de los pozos de donde he salido me hace sentir una enorme seguridad. Puedo decir que me siento realizada por primera vez en mi vida». María Luisa se transformó a sí misma. Y, ¿sabes?, todos podemos hacerlo. ¡Tenemos que saber que es posible! El carácter está formado por una serie de rasgos innatos, pero también por toda una serie de aprendizajes adquiridos en la infancia y en la juventud, y es sobre esa estructura mental donde podemos actuar. Como veremos a lo largo de las páginas de este libro, podemos forjarnos una vida libre de miedos, abierta a la aventura, plena de realizaciones. Cuando hayamos transformado nuestra mente, seremos más capaces de gozar de las cosas pequeñas y grandes de la vida, podremos amar —y dejar que nos amen— con mayor intensidad y tendremos grandes dosis de serenidad interior. Seremos un poco más como el fotógrafo aventurero Robert Capa, grandes amantes de la vida, de nuestra propia vida.
LA TERAPIA MÁS CIENTÍFICA
En definitiva, lo que vamos a ver a continuación es el abecé de la terapia cognitiva, que comparte algunos principios con la filosofía antigua, y que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX fue desarrollándose a partir de una intensa investigación en universidades de todo el mundo. En la actualidad, la terapia cognitiva es la escuela de psicología con una mayor base científica y la que ha sido mejor respaldada por estudios de eficacia comprobada. Existen más de dos mil investigaciones independientes publicadas en revistas especializadas que avalan su validez. Ninguna otra forma de psicoterapia ha conseguido igualar su éxito terapéutico. Este libro pretende ser un manual didáctico para el gran público, y contiene historias, cuentos y metáforas para ayudar a entender los diferentes mensajes, pero hay que subrayar que se basa en estudios y ensayos científicos de primera línea.
Miles de psicólogos de todo el mundo trabajan con terapia cognitiva y han sido testigos de la potencia de sus métodos. Cientos de miles de personas han transformado sus vidas gracias a ella, pero estoy seguro de que, en el futuro, todavía encontraremos formas mejores de administrar estos principios, ya que la terapia cognitiva es una ciencia en constante evolución. Como podrá comprobar el lector, no cito a autores o investigaciones a lo largo de estas páginas para facilitar la fluidez de la lectura, pero no me gustaría dejar de mencionar a los dos grandes psicólogos cognitivos que le han dado impulso a nuestra disciplina: en primer lugar, Aaron Beck, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania y, cómo no, al recientemente fallecido doctor Albert Ellis, fundador del Albert Ellis Institute en Nueva York.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Cambiar es posible. Nos costará un esfuerzo continuado, pero se puede lograr.
- Transformarse en alguien positivo es esencial para disfrutar de la vida. La fuerza emocional es el principal pasaporte para ir por el mundo.
Las pers onas s olemos tener la impres ión de que los hechos externos —lo que nos s ucede— impacta s obre nues tras vidas produciendo emociones : rabia o s atis facción, alegría o tris tez a... Exis tiría, s egún es ta idea, una as ociación directa entre s uces o y emoción. Por ejemplo, s i mi es pos a me abandona, me s entiré tris te. Si alguien me ins ulta, me s entiré ofendido. Tenemos la percepción de que hay una relación lineal (de caus a y efecto) entre hechos y emociones que podría s eguir el s iguiente es quema:
Pues bien, la ps icología cognitiva, nues tro método de trans formación pers onal, nos dice que es to no es as í. Entre los hechos externos y los efectos emocionales exis te una ins tancia intermedia: los pens amientos. Si yo me deprimo ante el abandono de mi es pos a no es por el hecho en s í: es porque yo me es toy diciendo a mí mis mo algo as í como: «¡Dios mío, es toy s olo, es horrible, voy a s er un des graciado!», y es tas ideas producen en mí la emoción corres pondiente, en es te cas o, miedo, des es peración y depres ión. Son las ideas , la interpretación del abandono, mi diálogo interno, lo que me deprimen, no el hecho de que mi mujer s e haya marchado. De hecho, habrá pers onas que, frente al abandono de s u es pos a, ¡celebren una fies ta! Por cons iguiente, el es quema exacto de nues tro funcionamiento mental s ería:
Es to es exactamente lo que decía Epicteto: «No nos afecta lo que nos s ucede, s ino lo que nos decimos acerca de lo que nos s ucede». Todos tenemos la impres ión de que los hechos producen —de forma automática— las emociones , y es te error es el principal enemigo del crecimiento pers onal. Por ejemplo, muchas veces decimos fras es del es tilo: «Pepe me pone de los nervios », y aquí ya es tamos cometiendo el error del que hablamos. Pepe no me pone de los nervios , ¡s oy yo quien s e pone de los nervios! Si analiz amos detenidamente nues tro proces o mental, veremos que Pepe lleva a cabo determinadas acciones (s e s upone que inconvenientes ) y yo me es toy diciendo a mí mis mo ideas del es tilo: «¡Es to es intolerable! ¡No lo puedo s oportar!». Son es as ideas las que tienen el poder de irritarme, no las acciones de Pepe, que, por lo que res pecta a las emociones , s on neutras. De hecho, no todo el mundo reacciona de la mis ma forma ante Pepe: a algunos les irrita más que a otros. Hay a quien inclus o no le produce ningún males tar. Y todo depende del diálogo interno de cada cual. Es el diálogo interior el verdadero productor —a veces oculto— de las emociones.
EL ESTUDIANTE SUICIDA
Para entender mejor es te concepto, explicaré el caso real de Jordi, un chico adoles cente deprimido. Recuerdo que lo trajo s u madre a la cons ulta, muy angus tiada, porque había intentado s uicidars e hacía dos s emanas. Y s e había tratado de un intento s erio, no una llamada de atención. Jordi s e había cortado las muñecas en la bañera mientras s us padres es taban pas ando el día fuera. Por cas ualidad, volvieron a cas a antes de tiempo y lo encontraron incons ciente. En cuanto lo tuve delante, le pregunté directamente: —Dime, ¿por qué querías acabar con tu vida? —Es que, en es ta evaluación, he s us pendido tres as ignaturas en el cole —res pondió mientras s e tapaba la cara con las manos , mirando al vacío. Jordi s e s entía fatal, le invadía un s entimiento de fracas o muy profundo que no le permitía dis frutar de nada. Se levantaba por las noches a cualquier hora con una sens ación de angus tia en el pecho. Según él mis mo des cribía, el problema era haber s us pendido. Pero, como veremos a continuación, és a no era la verdadera caus a de s us emociones. Es tuve hablando con él durante varias s es iones y, pas o a pas o, fui des cubriendo la auténtica fuente de s u males tar, que era s u forma peculiar de pens ar, el diálogo que habitualmente s os tenía cons igo mis mo. —Entiendo, Jordi. Has s us pendido y es o es un palo. Pero me parece que te lo has tomado demas iado a pecho, ¿no? — le dije. —Pero déjame que te explique. Lo que tú no s abes es que en mi es cuela no te dejan pas ar de curs o s i te quedan más de dos as ignaturas a final del año es colar. Y, claro, he pens ado que quiz á no recupere los tres s us pens os. Y s i es o s ucedies e... ¡tendría que repetir curs o! ¿Lo entiendes ahora? ¡A mí lo que me da miedo es repetir! —res pondió irritado. La familia de Jordi era bas tante pudiente. Su padre había querido que es tudiara en una pres tigios a es cuela donde él mis mo había curs ado es tudios. Sus dos hermanos mayores también iban allí y todos tenían buenos expedientes académicos. Seguí preguntando: —Bueno, entiendo que repetir curs o s ería algo malo para ti, porque ens uciarías el nombre de tu ins igne s aga es colar... Pero ¿tanto como para s uicidarte? A mí me parece un poco exagerado. —Vale, pero ¿s abes? Hay algo más. Lo que tampoco s abes es que en mi cole no s e puede repetir curs o dos veces. Y he pens ado que s i repito una vez , igual me vuelve a ir mal y entonces , ¡me expuls arían! Si me expuls aran del cole no lo s oportaría. ¡Q ué vergüenz a! Jordi era un chico muy inteligente y s ens ible. Tenía una gran fluidez verbal y muy buenas aptitudes para las letras. De hecho, s iempre había s acado buenas notas , pero aquel año, s e le habían atragantado las as ignaturas de ciencias.
Sus pender le había cogido por s orpres a y, en la s oledad de s u habitación, había des arrollado es as ideas catas trofis tas que ahora des granábamos en la convers ación terapéutica. Seguí inquiriendo: —De acuerdo, te entiendo, pero aunque te expuls as en del colegio, no veo que es o s ea tan trágico como para querer dejar es te mundo, ¿no crees? —Es que ahí no acaba la cos a: veo que s i me expuls an del colegio, es pos ible que me coja tal trauma que no me s aque la s ecundaria. Entonces , no iría a la univers idad y es o... ¿Q ué me dices de es o? ¡Es o s í que s ería una des gracia! Tú has ido a la univers idad, eres ps icólogo, has llegado a s er alguien. Ahora me entiendes , ¿no? Y as í s eguimos charlando durante toda la hora de vis ita y me di cuenta de que Jordi había es tado pens ando en todas las pos ibles cons ecuencias negativas que podían s uceder tras haber s us pendido tres as ignaturas a los 14 años de edad. Inclus o en las más remotas pos ibilidades. Inclus o me explicó que, en cas o de no llegar a la univers idad, podía acabar marginado en s u propia casa: «Voy a s er el tonto de la familia, el único s in carrera», dijo. Y para rematar añadió que pos iblemente es taría des tinado a un empleo aburrido y mal pagado. Temía acabar de «reponedor» en el s upermercado o «algo peor». Inclus o, en un momento de nues tras convers aciones , llegó a decir: «Además , s i terminas e as í, s eguramente no podría tener novia». ¡Vaya! ¡Es o s í me s orprendió! Pero s u argumento era que, en s u barrio de clas e alta, las chicas no s e iban a interes ar por un fracas ado. Pero todavía había más. Según Jordi, s i s e daban todas es as circuns tancias —s er marginado en s u familia y quedars e s oltero para s iempre—, es taría des tinado a una vida en s oledad y es o ¡no lo podría s oportar! Increíble, ¿verdad? Pero muy cierto. A partir de un hecho des encadenante —s us pender tres as ignaturas —, Jordi preveía toda una s erie de advers idades futuras que le producían, en el pres ente, un gran males tar emocional. Q ueda claro que s u infelicidad venía caus ada por s u cabez a, por s u cadena de pens amientos catas trofis tas. ¡De hecho, otros muchos chicos de s u mis ma clas e no s e deprimían en abs oluto por s us pender tres o más as ignaturas! El res pons able de es a diferencia emocional es taba claramente en s u diálogo interno. Por s upues to, el trabajo terapéutico con Jordi incluyó revis ar cada una de es as ideas exageradas y catas trofis tas. En pocas s emanas , había dejado de creer en ellas y encaraba todo el as unto de los es tudios de una forma mucho más relajada (y efectiva). A modo de anécdota diré que, s obre todo, Jordi había aprendido es a filos ofía tremendis ta de s u madre. Cuando tenía 7 u 8 años , s u madre empez ó a ejercer una pres ión ridícula s obre s u hijo, con la intención de prevenir que s e «volvies e vago». Cuando regres aban del colegio a cas a, ella siempre le preguntaba cómo había ido la es cuela, s i tenía deberes y demás ... y, al terminar con es as preguntas , le decía: —Jordi, tienes que es tudiar mucho porque s i no acabarás como es e mendigo que s e pone a la puerta de la igles ia. ¡Si no te es pabilas , te es pera es o! La vida es as í.
EL HO MBRE, Q UÉ ANIMAL TAN IRRACIO NAL
Efectivamente, los ps icólogos cognitivos s abemos que detrás de cada emoción negativa exagerada —s í, s iempre— exis te un pens amiento catas trofis ta. Las pers onas que s e perturban fácilmente tienen —día s í, día también— ese tipo de pens amientos y s e los creen a pie juntillas. Por el contrario, las pers onas fuertes huyen de es e diálogo negativo como de la pes te. Des pués de décadas es tudiando es e tipo de ideas negativas , les hemos pues to un nombre didáctico que las define muy bien; las llamamos creencias irracionales. Es tas creencias irracionales , como las de Jordi, el s uicida es tudiantil, s e caracteriz an por:
- Ser fals as (por exageradas ).
- Ser inútiles (no ayudan a res olver problemas ).
- Producir males tar emocional.
Veamos , con un poco de detalle, es tas tres caracterís ticas. En primer lugar, las creencias irracionales s on fals as. Y ¡a muchos niveles! Pero, pes e a ello, la pers ona las defiende. Podríamos decir que toda la ciencia es tá en contra de ellas y, al s os tenerlas , practicamos un tipo de lógica s upers ticios a. En los momentos en que las empleamos , nos enfrentamos a todas las ciencias : la biología, la economía, la filos ofía, la medicina, la es tadís tica... Por ejemplo, las ideas que nos pres entaba Jordi van en contra de las leyes de la es tadís tica. ¿Cuántas pers onas habrá que, tras haber s us pendido tres as ignaturas en cualquier colegio de Es paña, han tenido una cadena de eventos negativos como los que des cribía el muchacho? Un porcentaje muy pequeño del total, ínfimo. Sin embargo, él daba por hecho que algo as í le iba s uceder: no s uperar la s ecundaria, s er marginado por ello, no encontrar novia a cons ecuencia de todo es o y vivir en s oledad. ¡Una cadena de des as tres muy improbable! En s egundo lugar, las creencias irracionales también s on inútiles. No nos ayudan a s uperar las advers idades. De hecho, Jordi había optado por s uicidars e, el paradigma de la huida frente a los problemas. Pens ar exageradamente, anticipar s ituaciones negativas tremendis tas nunca es una buena es trategia de res olución de problemas. Cada s ituación merece una ponderación adecuada, lo más realis ta pos ible, y es o nos ayudará a res olver cada s ituación de la vida. Deprimirs e, es tres ars e, llenars e de rabia s on actitudes que no contribuyen en nada al éxito. Y es que, a nivel práctico, cuando s os tenemos ideas irracionales —y emociones exageradas — s uele pas arnos que intentamos «matar mos cas a cañonaz os », es to es , aplicamos s oluciones exageradas a problemas pequeños , y el remedio acaba s iendo peor que la enfermedad: des troz amos la cas a y la mos ca s igue aleteando alegremente. Y, por último, las creencias irracionales producen mucho males tar emocional, gratuito, abs urdo. En los cas os extremos , el catas trofis mo nos puede llegar a meter en un mundo horroros o que s ólo cabe en una mente fantas ios a, pero que no exis te en la realidad. Hay pers onas que viven cada s emana anticipando tantos des as tres que pierden la s alud, no s ólo mental s ino también fís ica. Muchos cas os de fibromialgia y dolor crónico s e deben a es as es tructuras ps íquicas que acaban agotando el cuerpo como s i és te hubies e es tado internado en un campo de concentración naz i. En es e s entido, la vida es mucho más s encilla, pero para la pers ona que s os tiene creencias irracionales la vida es muy
- Capítulo
¡BASTA DE DRAMATIZAR!
Una persona me llamó un día por teléfono y me dijo: —Necesito verle urgentemente. Estoy fatal. Estoy a punto de dejarlo todo y volverme a casa con mis padres. ¡Ya no aguanto más! Eva era una chica de 25 años, profesora de educación infantil, y se había trasladado a Barcelona por trabajo dos años atrás. Le di cita lo antes que pude. Al día siguiente, cuando la tuve delante de mí, me explicó lo siguiente: —Sé que lo tengo todo: un trabajo que me gusta, un novio que me quiere, soy guapa, me gusta la música, la moda..., pero lo que me ha arruinado la vida es ¡la altura! Entre lágrimas, me contó que se veía muy bajita (medía alrededor de un metro cincuenta) y que era algo que no podía soportar. Sobre todo, el hecho de parecer enana, aunque en realidad sus proporciones eran adecuadas. De hecho, era una mujer especialmente hermosa. —Estoy al máximo de ansiedad. No paro de darle vueltas al asunto. Dime que no soy tan bajita. ¡Necesito que alguien me suba la autoestima! Eva me explicó que, desde la adolescencia, había tenido ese «complejo de bajita» y, desde entonces, siempre llevaba unos tacones enormes. De hecho, no dejaba que nadie la viese sin ellos. ¡Ni siquiera su novio! Cuando dormían juntos, ella se levantaba de la cama posándose directamente sobre sus zapatos de tacón dispuestos estratégicamente al lado de la cama. Su miedo a que la viesen con su altura real era tan grande, que a los 16 años se inventó una enfermedad para no tener que ir a la playa. Le había dicho a todo el mundo que era alérgica al sol y, desde entonces, no había vuelto al mar. —Cuando camino por la calle, evito mirarme en los escaparates porque no soporto ver mi reflejo y darme cuenta de lo pequeña que soy. En el colegio donde enseño paso mucha vergüenza cuando agrupamos a los niños en filas: ¡muchos son más altos que yo! Tengo una angustia continua. Dime que soy normal, por favor; convénceme o me voy a volver loca. La primera sesión con Eva fue un poco difícil porque le tuve que decir algo que no le gustó. Ella me indicaba el camino del tratamiento, esto es, que le dijese que era «normal», algo que le había aliviado un poco con una terapeuta que había tenido en el pasado, pero le repliqué: —Yo no te voy a decir eso nunca, Eva, porque tú no eres normal. Lo cierto es que eres muy bajita, casi enana. La paciente se puso blanca. No podía creer lo que estaba oyendo, pero insistí: —Eres muy bajita. Naciste así. Y eso es un defecto, es cierto, pero no es un hecho terrible. Quiero que entiendas esto: pese a ser bajita, podrías ser muy feliz. ¿Es que los enanos no pueden ser felices? Eva empezó a llorar. No podía asumir la idea de parecer enana y, mucho menos, ser feliz con ello. Pero así fue como empezamos a trabajar y, sesión tras sesión, fuimos ganándole terreno a la «neura». Unos dos meses después, Eva ya se encontraba mucho mejor. Ya no estaba todo el día pensando en su altura, sólo esporádicamente. Pero un buen día llegó a la consulta y dijo: —¿Sabes, Rafael? ¡Creo que ya estoy curada del todo! —¿Sí? ¡Fantástico! ¿Por qué estás tan segura? —repliqué con curiosidad. Eva me miró con picardía y levantó una pierna para enseñarme un pie. Llevaba unas novísimas zapatillas Nike. —¡Vaya! —le dije—. ¡No llevas tacones! —Sí, es la primera vez desde niña que llevo zapato plano. ¿Qué te parece? El sábado pasado fui a una zapatería y compré estas bambas y unos zapatos de vestir monísimos, de suela plana. Llegué a casa, cogí una bolsa de basura tamaño industrial y metí dentro todos los zapatos de tacón que tengo. Salí a la calle y ¡los tiré todos a un contenedor! —dijo emocionada. —¡Anda! ¿Y cómo te sentiste? —pregunté. —¡Genial! ¡Y me pasé toda la mañana paseando por la ciudad! Fue estupendo. Fue como decirme: «¡Al cuerno con la altura! Voy a ser feliz con mi estatura y quien no lo entienda así, es su problema, no el mío». Sonreí. Me encantaba lo que Eva me estaba contando. Simplemente, se había deshecho de su creencia irracional, esa que le estaba arruinando la vida: la idea de que ser muy bajita —casi enana— es horroroso, una vergüenza, una desgracia. Eva añadió que aquel mismo día, «el día de su liberación», como lo había bautizado, tenía una cita con su novio y eso le producía cierta inquietud. —Quedamos en un bar. Yo estaba un poco nerviosa, aunque no mucho. Él me empezó a explicar un problema que tenía en el trabajo con su jefe. Entonces le interrumpí, me armé de valor y me puse de pie. Le señalé mis pies. —¿Y...? —pregunté, aunque me imaginaba la respuesta. —Tras unos segundos que me parecieron eternos, me dijo: «Qué zapatillas más chulas, te quedan muy bien; pero déjame que te acabe de explicar el problema con mi jefe». ¡Ahí estaba! Su novio no le había prestado atención a su cambio de apariencia. Es decir, no le importaba su altura. Eva concluyó: —¿Sabes?, en ese momento, pensé: «¡Qué tonta he sido! ¡La altura jamás ha importado y te aseguro que a mí no me volverá a importar!».
ERES UNA MÁQUINA DE EVALUAR
Los seres humanos somos máquinas de evaluar. Evaluamos todo lo que nos sucede. Nos tomamos un café y, mientras lo saboreamos, un rincón de nuestro cerebro está preguntándose: «¿Está bueno?», «Me despierta?», «¿Disfruto de este descanso?», «¿Repetiré la experiencia?»... No podemos dejar de hacerlo. De hecho, evaluamos de manera tan constante que, prácticamente, no nos damos cuenta de ello. Es como respirar. El lector de este libro, ahora mismo, también está evaluando el contenido del libro: «¿Es interesante?», «¿Es útil?», «¿Me entretiene?»... Por otro lado, yo, el autor, también evalúo mientras escribo estas líneas: «¿Estoy expresándome bien?», «¿Será útil y entretenido?», «¿Me divierto escribiendo?». ¡Increíble! ¡No paramos de evaluarlo todo! Ni siquiera los monjes budistas anacoretas, que se retiran a una cueva a meditar, pueden dejar de hacerlo. Seguramente evalúen mejor que nosotros, pero también lo hacen. Esta valoración, en definitiva, busca determinar si los eventos son «buenos» o «malos» para nosotros, «beneficiosos» o «perjudiciales». Pues bien, esta evaluación es crucial para nuestra salud mental. Como veremos a continuación, de la calidad de esta evaluación depende nuestra fuerza o nuestra vulnerabilidad.
- Objetivos
- Con sana comparación
- Abiertos al mundo
- Constructivos
- Con una mínima conciencia filosófica
OBJETIVIDAD EMOCIONAL
Cuando digo que enseño a evaluar con criterios objetivos quiero decir que hemos de intentar basarnos en lo que dice la ciencia o el conocimiento más riguroso posible. Más tarde hablaré de ello con más detalle, pero la ciencia en general (la medicina, la economía, la filosofía o la antropología) nos dice que los seres humanos necesitamos muy poco para estar bien. Nuestras necesidades básicas son escasas. En ese sentido, suelo decirles a mis pacientes frases del estilo: «Cuando leo libros de biología siempre me dicen que las necesidades básicas de las personas son agua, sales, minerales, etcétera; ¡pero todavía no he leído que necesitamos unos pechos grandes!». Pero las personas obsesionadas con tener los pechos medianos o grandes creen que ellas sí los necesitan por cualquier peregrina razón que no convence a nadie, salvo a ellas mismas. Y ése no es un criterio objetivo. En segundo lugar, la sana comparación es una condición esencial para poder evaluar con mayor corrección y tener una mente más saludable. Para saber si algo que me ha sucedido o me podría suceder es «un poco malo» o más bien es «terrible», tengo que comparar esa situación con «todo» lo que me podría suceder. En ese sentido, suspender tres asignaturas no puede ser nunca calificado de terrible comparado con sufrir una enfermedad grave, perder a un ser querido, estar en medio de una guerra... Este punto suele ser difícil de aceptar para muchas personas, pero yo les suelo argumentar que la ciencia se basa en la comparación. Es más, cualquier conocimiento parte del ejercicio básico de comparar. Yo puedo hablar de que un kilo de legumbres pesa un kilo por comparación entre diferentes pesos. No está escrito en el cielo que nada pese un kilo. Los seres humanos sabemos, conocemos, a través de distinguir diferencias y comparar unas cosas con otras. Por lo tanto, cualquier intento de ser más objetivos pasa por comparar de la forma más eficiente posible. ¡Si queremos saber, hay que comparar! Pero para hacerlo bien hay que comparar con todo el mundo, con la comunidad de todos los seres humanos, con todas las posibilidades reales que se dan en la vida, sin esconder la muerte, las enfermedades, las carencias básicas... Una vez más, un buen ejercicio comparativo nos enseñará que los seres humanos necesitamos poco para ser felices, y esa capacidad la tenemos todos, vivamos donde vivamos: en África, España o Marte, si es que habitamos un día ese planeta. A veces, nos volvemos neuróticos cuando nos centramos en nosotros mismos como niños pequeños que se creen el centro del universo. ¡Y lo cierto es que no somos el centro de nada! Muchas veces, cuando propongo a mis pacientes que se comparen con personas que viven en regiones pobres de África protestan diciendo: «¿Por qué tengo que compararme con un pobre africano? ¡Yo vivo aquí en Barcelona y nunca viviré la situación que viven ellos!». Pero, en mi opinión, hay que abrirse a la realidad del mundo porque la situación de otras personas que viven en entornos diferentes nos informa, una vez más, de las necesidades básicas de los seres humanos. Si una familia china o africana viven felices porque tienen cubiertas las necesidades básicas de alimentación, eso significa que los seres humanos en general pueden ser felices una vez cubiertas esas necesidades. A veces, vivimos en sociedades tan artificiales que llegamos a pensar que si no tenemos un piso en propiedad o no podemos permitirnos unas vacaciones en la playa no vamos a ser capaces de sentirnos bien. Eso es estar fuera de la realidad. Eso quiero decir cuando hablo de tener un criterio abierto al mundo, esto es, ser conscientes de la realidad del ser humano: la realidad de África es también la nuestra. Calificar de «terrible» todas las cosas negativas que nos suceden no es nada constructivo porque esa calificación conlleva un descalabro emocional que no ayuda a resolver las situaciones. Por lo tanto, lo más constructivo, lo más funcional es intentar calificar lo que nos sucede en la zona central de la Línea de Evaluación de las Cosas de la Vida.
Aquí debería hacer una apreciación importante: intentar calificar los sucesos negativos como sufrir un robo o perder el trabajo como «normales» o «inocuos» o incluso como «buenos» sería tan errado y antinatural como terribilizar, e incluso peor. Por ejemplo, si mi teléfono móvil se cae al suelo y se rompe, nunca podría calificar ese hecho de «normal». Ni mucho menos «bueno». Esa mirada ingenua de la vida sería muy poco conveniente y funcional porque no pondría en marcha mis recursos para evitar los sucesos negativos. De lo que hablamos aquí es de evaluar en su justa medida. Lo que sucede es que, la mayor parte de las veces, las adversidades no son tan malas como imaginamos. Y es que es conveniente desarrollar una buena conciencia filosófica en la vida. Yo creo que todos los adultos tenemos una filosofía vital determinada, es decir, somos filósofos por naturaleza, lo queramos o no. Una chica que acude a discotecas after hours , toma drogas y se gasta todo el dinero en ropa, tiene una filosofía determinada de la vida y, si la interrogamos bien, nos la expondrá. Un ejecutivo que dedica todo su tiempo a trabajar también tiene sus valores que le empujan a obrar así. Revisar nuestro sistema de valores, nuestras creencias más básicas acerca de lo que vale la pena o no, es un ejercicio muy sano porque es posible que nuestra filosofía nos esté haciendo la vida imposible.
UNA REGLA PARA MEDIR
En una ocasión, vi un documental sobre un hombre llamado Francisco Feria (se puede ver en YouTube). Este viudo de 50 años de edad vive solo en Madrid y eso no sería noticia si no fuese porque es sordociego, es decir, ni oye ni ve ni puede hablar. La única comunicación que tiene Paquito con el mundo es el contacto físico. Él no sabe si hay alguien en la habitación si no le tocan. Cuando
entra en el ajetreado bar que hay al lado de la ONCE en Madrid, entra en un lugar en completo silencio, vacío de formas visibles. Para él, el mundo siempre es así. Pero a través del tacto ha aprendido a comunicarse. Domina el lenguaje dactilográfico (por signos de contacto sobre la mano) y lleva una vida prácticamente normal. En el documental, Paquito nos explica su experiencia con la ayuda de una traductora y nos dice lo siguiente: «Yo ya tengo asumido que mi vida es así y no pasa nada, soy feliz. [...] Yo nunca estoy triste; bueno, a veces, pero en los pocos momentos de tristeza que tengo intento salirme de ella. Intento disfrutar de las cosas, de la gente. Intento buscar siempre situaciones de felicidad y estar a gusto». Como Paquito, existen seis mil personas en España que son ciegas, sordas y mudas. Los casos que yo conozco son felices aunque su vida no siempre es fácil. Tienen muchos impedimentos para llevar una vida normal, pero se las suelen arreglar para llevar a cabo proyectos valiosos para ellos mismos y para los demás. Las personas como Paquito nos enseñan una importante lección, que consiste en tener el suficiente criterio para saber si cualquier suceso es más o menos malo respondiendo a la siguiente pregunta: «¿En qué medida esto que me ha pasado (o me podría pasar) me impide llevar a cabo acciones valiosas por mí o por los demás?». En mi opinión, éste es el criterio acertado, el criterio más objetivo y constructivo. Por ejemplo, perder un empleo: ¿en qué medida me lo impediría? ¿Poco? Entonces, por chocante que nos pueda parecer, perder el empleo nunca puede ser una adversidad importante.
¿HAY ALGO TERRIBLE?
Hemos hablado de Paquito, el sordociego de Madrid que se niega a calificar su situación de «terrible». Como él, hay tantos otros —enfermos, impedidos...— que escogen aprovechar su vida haciendo algo positivo hasta el mismo día de su muerte, suceda lo que suceda. Esas personas nos enseñan que todos tenemos esa opción y ésa es la puerta que nos permitirá disfrutar de la vida incluso en situaciones comprometidas. Nosotros, los psicólogos cognitivos, estamos convencidos de que ésa es la mejor opción, la que nos convertirá en personas más fuertes a nivel emocional.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Si nos detenemos a pensar sobre la realidad, nos damos cuenta de que, muchas veces, exageramos la relevancia de las adversidades.
- Esa exageración tiene consecuencias emocionales nocivas.
- Aprender a evaluar lo que nos sucede con realismo y objetividad nos hace más fuertes y tranquilos.
- Uno de los mejores criterios para saber si algo es «un poco malo» o «muy malo» es preguntarse: «¿En qué medida eso me impide hacer cosas valiosas en mi vida?».
momentos ya estaba sudando a mares y una aguda sensación de malestar en el estómago fue tomando fuerza. A las 9 llegó al lugar de la reunión. Llegaba veinte minutos tarde. Nervioso, Eusebio empezó a buscar aparcamiento, pero, ¡vaya día!, no encontraba ningún espacio libre. Después de un cuarto de hora dando vueltas, ya se estaba poniendo de ¡verdadero! mal humor. Su diálogo interno era algo así: « ¡Odio esta ciudad! ¡Con todos los impuestos que pago y no hay un condenado lugar para aparcar ni un puñetero parking! Si tuviese delante al alcalde le daría tantos sopapos que no lo reconocería ni su madre. ¡Inútil desgraciado!». Para entonces, el escozor en el estómago era intenso y empezaba a sumársele un insidioso dolor de cabeza. Casi podía escuchar su propio corazón de lo fuerte que latía. Su ira estaba descontrolada. Pero, por fin, vio un espacio en un chaflán. Era un aparcamiento de tiempo limitado, pero Eusebio decidió dejar el coche allí. Total, la reunión duraría poco tiempo y ya estaba harto de buscar. Así que aparcó rápidamente y entró corriendo en el edificio donde le esperaban para la reunión. Aquel encuentro de trabajo era cosa fácil, pero el jefe llegó con una nueva orden del día y la cosa se alargó. Se quedaron todos a comer y a nuestro hombre le sentó fatal la comida. Siempre que se estresaba se le revolvía el estómago. Pensó para sus adentros: «Menudo capullo tengo por jefe. Cambia los temas de la reunión cuando le da la gana y por su culpa tengo que comerme esta fritanga». Por la tarde, exhausto, Eusebio se despidió de sus colegas y se dispuso a volver a casa y darse un merecido descanso. Había sido un día muy duro, pero en un ratito estaría en su sofá con una copa de vino en la mano. Lo que no sabía nuestro protagonista es que, al ir a buscar el coche, se encontraría en su lugar una pegatina triangular en el suelo. ¡Se lo había llevado la grúa! Una losa de mármol cayó sobre su cabeza. Despotricando salvajemente, cogió un taxi y se dirigió al depósito de coches. Cuando llegó al lugar, tenía ganas de llorar. Finalmente, recuperó el coche y volvió a casa. Su mujer le esperaba con la cena. — Cariño, pero ¿cómo llegas tan tarde? — le preguntó. — No sabes qué día he tenido. Ha sido horroroso — dijo él, y empezó a explicar todo lo sucedido. Al acabar, ella señaló: — Bueno, Eusebio. ¡Es la tercera vez este mes que se te lleva el coche la grúa! ¡Pon más cuidado, hombre! Por la noche, nuestro hombre se metió en la cama y apagó la luz de la mesita de noche para terminar con aquel día de perros. Dos horas más tarde, volvió a encenderla: no podía dormir. Su mente no paraba de darle vueltas al siguiente pensamiento: « Mi mujer tiene razón: la culpa de todo es sólo mía. ¡Soy un desastre! ¿Cuándo aprenderé? Su último pensamiento antes de conciliar finalmente el sueño fue: « ¡Qué difícil es la vida, por Dios!».
Las exigencias sobre uno mismo, sobre los demás y sobre el mundo están en la base de la vulnerabilidad emocional; son la verdadera piedra fundacional del neuroticismo. Nuestro conductor alterado exigía que:
- No existan los atascos de tráfico.
- La gente sea siempre amable y educada.
- Siempre haya sitio para aparcar.
- Su jefe se preocupe más de él que de la empresa.
- No existan las grúas.
- Los alcaldes lo hagan todo bien.
- Él mismo nunca cometa fallos.
Como el mundo no cumplía con sus expectativas, se decía a sí mismo: «¡No lo puedo soportar!».
¿ERES UN « ILUSO DELUSO »?
Existe una expresión en el idioma italiano que define muy bien este fenómeno. Cuando uno es demasiado exigente con la realidad, le llaman « iluso deluso », un iluso desilusionado. El neurótico imagina que la realidad debería ser de una forma determinada (sin tráfico, sin impuestos, sin dificultades para aparcar...) y se enfurece (o entristece) cuando no es así. En ese sentido, es muy poco realista, se comporta como un niño egocéntrico. Parece que dice: «¡El universo debería girar en la dirección que yo dicto!». Cuando estamos neuróticos nos conviene aprender que todas esas exigencias no son necesarias para ser feliz. Nadie necesita que no existan atascos de tráfico, que no existan impuestos, etc. Lo mejor es olvidarse de esos «debería», renunciar a esas ideas estúpidas y aprovechar de una vez lo que sí se posee, lo que la realidad pone a nuestro servicio. Si limpiamos nuestra mente de exigencias irracionales, nos daremos cuenta de lo mucho que ofrece la vida para disfrutar. Por todo ello, la enfermedad que origina la ansiedad y la depresión, la «terribilitis», también podría denominarse «necesititis», la tendencia a creer que «necesito, necesito y necesito para ser feliz». El hombre —o mujer— maduro es aquel que sabe que no necesita casi nada para ser feliz. En una ocasión, vino a verme un joven paciente que estaba deprimido porque le había abandonado su novia. Le pregunté: —¿Cuál crees tú que es la idea irracional que te hace estar deprimido en estos momentos? —No lo sé, estoy mal porque ella me ha dejado. Es normal, ¿no? —respondió. —No, lo normal sería estar disgustado, triste, pero no deprimido como tú lo estás —le dije en el tono directo que suelo emplear en mi consulta. —Pues no sé cuál es esa idea irracional que tú me dices —dijo el paciente un poco confuso. —Tú te dices a ti mismo: «Necesito que ella esté conmigo para ser feliz» o, dicho de otro modo, «Es terrible estar solo, no lo puedo soportar» —le dije. —Vale, pero es que yo la quiero, la amo. ¿No es normal estar mal cuando no puedes tener al amor de tu vida? —replicó con tono quejumbroso. —¡No! Eso es una idea hiperromántica fruto de tu absurda necesititis. Es normal estar disgustado, moderadamente triste, pero no deprimido. Tu novia te ha dejado. Ésa es la realidad. Te «gustaría» estar con ella, pero no «necesitas»
estar con ella para ser feliz. Así es para todo el mundo, así que no te digas lo contrario. —E hice una pausa para dejarle pensar. Luego continué: —Te voy a explicar una historia para que lo entiendas. Imagina que un día yo te digo: «Estoy deprimido porque el cielo no es de color fucsia. Todo empezó hace unos días; imaginé que si el cielo fuera fucsia, la vida sería mucho más alegre, porque el fucsia es un color muy festivalero. Y, claro, ahora, cuando salgo a la calle y veo que sigue siendo azul, me entristezco hasta deprimirme». ¿Qué pensarías de mí si te dijese esto? —¡Pues que mi terapeuta está loco de atar! —dijo riendo. —Y tendrías razón porque, para empezar, el cielo no puede ser fucsia, es una pretensión estúpida. Además, el cielo ya está bien de color azul: es muy hermoso. Millones de personas viven suficientemente bien con el cielo de color azul y esto me indica que el fucsia no es una necesidad... ¿Lo ves? A ti te pasa lo mismo: piensas que es «absolutamente necesario» que tu ex novia esté contigo para ser feliz y... la realidad no es así ni tampoco necesitas que sea así —le dije. —¿Se trata sólo de una idea que me he metido en la mente? —preguntó. —¡Exacto! Simplemente, abandona esa idea: ¡es estúpida! La vida te depara miles de posibilidades positivas si abres tu mente a ello.
LA DELGADA LÍNEA ENTRE EL DESEO Y LA NECESIDAD
En la mente de las personas maduras hay una especie de línea imaginaria que distingue claramente entre «deseo» y «necesidad». Desgraciadamente, muchos confundimos con frecuencia ambos conceptos. Un deseo es algo que «me gustaría» ver cumplido, pero que «no necesito». En cambio, una necesidad es algo sin lo cual realmente NO puedo funcionar. La realidad —lo mires por donde lo mires— es que las necesidades del ser humano son la bebida, la comida y la protección frente a las inclemencias del tiempo —si es que el lugar donde vives es inclemente—. Nada más. Es bueno tener deseos, es natural. Deseamos poseer cosas, divertirnos, estar cómodos, que nos amen, hacer el amor..., y todos esos deseos son legítimos, siempre y cuando no los transformemos supersticiosamente en necesidades. Y es que los deseos causan placer. Las necesidades inventadas producen inseguridad, insatisfacción, ansiedad y depresión. Sin embargo, parece que las personas tenemos una fuerte tendencia a crear necesidades ficticias a partir de deseos legítimos. Norma era una mujer joven, hermosa e inteligente. Había recibido una buena educación en su México natal y ahora vivía en Barcelona dedicada a su pasión, la escritura. Ya había publicado un par de libros en editoriales españolas y francesas, aunque no había vendido muchos ejemplares de ninguno de ellos. De todas formas, podía ganarse bien la vida como traductora a tiempo parcial. Sin embargo, su vida interior era desastrosa. Con frecuencia, tenía ansiedad y el mundo le parecía un lugar feo y hostil y, sobre todo, se castigaba a sí misma por no ser, a sus treinta 30 de edad, una escritora reconocida. Norma me decía: —Cuando voy al médico, me siento fatal porque veo que él o ella tiene una buena carrera, ha conseguido «llegar». Sin embargo, yo soy sólo una traductora de tres al cuarto. Siento vergüenza. Norma se sentía inferior, no sólo delante de un médico, sino ante cualquiera que ella considerase que había conseguido su objetivo profesional. Para ella, ser una escritora profesional famosa era una necesidad y, como me confesaba, esa presión ni siquiera le permitía disfrutar escribiendo, debido a la frustración que acumulaba. Este ejemplo ilustra el efecto que produce engordar artificialmente un deseo hasta convertirlo en una necesidad. La creación de necesidades artificiales produce malestar emocional, tanto si las satisfaces como si no, porque: a) Si no lo consigues, eres un desgraciado... b) Y si lo consigues, siempre lo podrías perder..., y ya estás introduciendo el miedo y la inseguridad en tu mente.
Como decíamos antes, todo parece indicar que los seres humanos nacemos con la tendencia a convertir los deseos en necesidades. Es un problema que nos causa nuestra gran capacidad para la fantasía, que es un arma de doble filo. Pero si queremos madurar tenemos que evitar esa tendencia y mantener siempre a raya los deseos, que están muy bien siempre y cuando sean sólo divertimentos en una vida que ya es feliz de por sí. Si los deseos no se cumplen, no pasa nada; no los necesitamos para sentirnos plenos, para disfrutar de nuestras otras posibilidades. Y es que, al margen de la bebida y la comida, no es racional «necesitar» nada más: ni amor, ni compañía, ni diversión, ni cultura, ni sexo... Existe una historia que se explica en círculos budistas que ilustra la diferencia entre deseos y necesidades. La expliqué en mi primer libro, Escuela de felicidad , pero la volveré a narrar aquí porque este concepto es esencial para la salud mental.
Un día, un hombre de traje oscuro se plantó delante de una casa y tocó el timbre. — Hola. ¿En qué puedo ayudarle? — dijo el morador de la casa después de abrir la puerta.
EL ARTE DE NO Amargarse LA VIDA ( PDFDrive )
Asignatura: psicología (psicología)
Universidad: Universidad Nacional Abierta y a Distancia
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